martes, 15 de mayo de 2012

SIEMPRE ENCUENTRAS EL CAMINO

    Después de dos meses de incertidumbre, de momentos de desesperación, de quinientas miradas a ese teléfono mudo, tomé una decisión. Necesitaba el aire fresco de la montaña, quería que el gélido viento rompiera contra mi rostro, que mis manos sintieran frío y mi cuerpo reaccionara y me pidiera calor.
   Un dos de diciembre, con un orbayo amenizando la mañana, cogí mi coche y algunas prendas de abrigo y, con música de Victor Manuel, sentí un deseo incontrolable de seguir esos caminos que describe en su canciones. Llegué a Mieres, oscura y sórdida, como el color del carbón, denotaba tristeza.
    Bajé del coche y pregunté a una paisana por el lugar en el que se celebraba la romería que motivaba la canción; muy amablemente me dio las indicaciones para llegar.
   Cogí mi mochila, con ropa de abrigo y un bastón, y con un gorro calado hasta los ojos comencé mi andadura. El frío era cortante, pero a la vez reavivante, las sensaciones empezaron a agolparse en mi cuerpo. Según avanzaba en mi ruta empezaba a dejar atrás aquellos meses de llantos y desasosiego, para sentir el placer natural que me aportaban aquellos caminos escarpados y solitarios. El olor a vegetación era como un sentido del olfato andante, no concebía en ese momento nada más, cada parte de mi cuerpo fue percibiendo reacciones diferentes, sensaciones como la lluvia sobre mi cara, el crepitar de las hojas en mi caminar, el ruido del silencio, la soledad buscada, el caminar sin ganas de parar, el dolor de los dedos de mis manos por el frío, aquello era fascinante.
    Paré en un hueco de unas rocas, por la necesidad de secarme. Allí, con unos palos, hice un fogata, sentía que estaba quemando mis malos recuerdos y empezaba otra etapa de mi vida. Después de un rato había cesado de llover, así que reanudé mi caminar. A unos pasos divisé una casa; era una casa humilde y de su chimenea salía un humo oscuro. Al llegar a la altura de la casa di unos toquecitos en la puerta, puesto que no tenían timbre, pero nadie me contestó. Volví a insistir y ahora sí, oí unos pasos sosegados que se acercaban. La puerta de madera vieja chirrió cuan gozne oxidado al moverse, apareció una anciana enjuta, vestida de negro, y con un pañuelo en la cabeza. No dijo nada mientras me miraba, como si hubiese visto un fantasma...
   La saludé tímidamente y ella me invitó a entrar: olía a café recién hecho, una chimenea calentaba la estancia y una luz tenue iluminaba aquel zaguán de madera. La anciana me invitó a sentarme, acercándome un balancín a la chimenea, calor que me reconfortaba gratamente. 

                                                                          
    CONTINUARÁ...                        

1 comentario: